viernes, 30 de diciembre de 2011

De castillos, hechizos y princesas

El hechizo se rompía a las 11 con 15 para ser exactos; a esa hora salía el último tren que llevaría a la princesa de vuelta a la realidad.  Pero, ella en su cuento y acompañada por el encantador príncipe de Francia, perdió la noción del tiempo y cuando llegó a la estación de tren eran ya las 11.30; cuando ya todo se habia esfumado.

Me desperté un poco antes de las 9 de la mañana y ya hacía mucho calor, mi hermana había salido para la universidad; tenia exámenes ese día. Con Ben habíamos quedado en buscar un punto medio para el encuentro –yo en Alemania y él en Francia - elegimos la ciudad de Luxemburgo. Había estado ya varias veces ahí, pero siempre me pareció que la magia de esa ciudad era digna de repetirla.  Cuando me bajé del tren, mi amigo ya estaba ahí, esperándome y listo para la aventura de ese día.
Recogimos información sobre la ciudad y de lo que podíamos ver ahí; todo era tan fácil al tener alguien, que entienda la lengua de esta ciudad y que logre comunicarse con su gente (con mejores resultados que los míos, en todo caso) Caminamos un largo trecho para llegar al centro de la ciudad, pero no nos importó, había mucho que conversar para ponernos al día en nuestras vidas.  Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto y que habíamos compartido un paseo así. 
Es extraño  -siempre me pasa lo mismo ahí- el momento que camino por esas estrechas calles llenas de flores y almacenes de ensueño, es como si volviera en el tiempo y me encontrara en la infancia, con mis sueños de princesa y en la ciudad donde cualquier cosa puede suceder.  En esta ciudad fortaleza, donde por todo lado te tropiezas con las ruinas, los palacios, los puentes, el rio y las iglesias; nunca deja de sorprenderme. 

Bajamos unas gradas y nos encontramos con las catacumbas de la ciudad: Casemates du Bock, las cuales nos llevaron hasta el rio Alzette.  Es sorprendente, bajar por estos largos y oscuros túneles y descubrir pequeñas ‘ventanas’ por donde puedes disfrutar los paisajes de esta ciudad. Te quita el aliento ver a la distancia, los bosques, riscos y edificaciones que podrían fácilmente ilustrar un cuento de hadas.  
Cuando llegamos a la base de las catacumbas, salimos por una pequeña puerta para encontrarnos con un hermoso jardín a lo largo del río; donde la gente viene a leer, caminar y hacer deporte. No creo que pude hablar nada por unos cuantos minutos, al mirar hacia arriba y disfrutar la impresionante vista: una roca enorme que nos rodeaba y el majestuoso puente que simboliza a esta ciudad. 

Subimos por unas escalinatas que poco a poco se iban desenrollando y nos mostraban nuevamente las callecitas empedradas y las casas que parecían pegadas al peñasco por arte de magia. Finalmente, llegamos a la Plaza de Armas; ahí recorrimos las calles que la rodean, para descubrir lugares de esta ciudad que nunca había visto antes. Visitamos el Palacio de los Duques, donde se sentía no sólo la opulencia sino el poder de este país; las paredes de este lugar mostraban historias bordadas en grandes telas: en colores sobrios y con decoraciones que solo crees posible en tu imaginación. A esta ciudad le sobra la magia y la riqueza también.

Después de ver tantos lugares y de caminar sin descanso, a nosotros nos sobraba el cansancio y el hambre también.  En el verano, la luz trata de estirarse lo que más puede, por lo que nosotros tuvimos un largo día de descubrimiento y aventura. Sin embargo, cuando nos sentamos a comer, no nos dimos cuenta de la hora y lo cerca que estaba a perder el último tren a Alemania.  La estación estaba un poco alejada del centro, es por eso que aunque hubiéramos corrido –lo cual mis pies no lo hubiesen soportado- no hubiera alcanzado mi tren.


Cruzamos el puente hacia el lado moderno de la ciudad, fuimos a la estación;  fuimos a todos los lugares que se nos ocurrió en búsqueda de un teléfono aunque, sin suerte.  Todos los almacenes y tiendas cerraban temprano, así que no pudimos comprar una tarjeta para una simple llamada y avisar a mi hermana que no llegaría esa noche.


Era la primera vez, que veía a esta ciudad de hadas iluminada con tantas luces y decorada por una alegre luna, que nos seguía con la mirada y nos guiaba los pasos. 


A esta princesa le daba brincos el corazón, mientras su alma recolectaba imágenes, sonidos y sensaciones; tantas como pudo guardar. Después de tomar un café o un vino, siempre nos veíamos obligados a salir de los bares o cafés a los que íbamos, porque todos ya estaban por cerrar.
Mientras caminábamos encantados por esta ciudad, mientras reíamos sin parar; mientras compartíamos uno de los mejores días de mi vida, decidimos que tal vez necesitaríamos un hotel y ¡un teléfono! El teléfono lo encontramos en un ‘bar’ o algo así; nunca quisimos averiguar qué tipo de entretenimiento ofrecían ahí… me limité a hacer la llamada y salimos de ahí, corriendo y muertos de la risa.
El único hotel que pudimos pagar era en una extraña torre; nos ofrecieron dos tipos de habitaciones: con baño o con ducha. Nos miramos extrañados, sonreímos encogidos de hombros y elegimos la del baño. Eran las tres de la mañana, en realidad no íbamos a dormir mucho, especialmente en esa cama que no parecía digna de una princesa o un príncipe -sin embargo, el cansancio pudo más-

La mañana llegó pronto; nos despertó el calor del día y una fuerte luz posada en nuestros párpados.  Aunque el hechizo se terminaba a las 11 con 15 de la noche anterior; esta princesa seguía flotando en su cuento de castillos y magia. Al igual que la luz del verano, el hechizo se estiró lo que más pudo.
En la estación nos despedimos y nos subimos cada cual a su tren –yo llegué a Trier y él a Paris- De este viaje no sólo tengo fotos, sino muchos felices recuerdos de mi día de princesa en su cuento de hadas.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El Valle de Su Soledad



El trueque lo hacía con naranjas; cruzaba el parque más de una vez llevando muchas de ellas para intercambiarlas por leche o pan.  Agustín Jaramillo y su perro caminaban despacio bajo el persistente sol, pero nunca con un signo de cansancio o malhumor, al contrario, este hombre de 96 años caminaba con una iluminada sonrisa y acariciaba con dulzura a su noble compañero de vida.
Estaba sentada en una banca -distraída por su ir y venir-  rodeada de verdes árboles; una iglesia antigua y montañas cortadas con cuchillos, tratando de leer la triste historia de 'Paula' de Allende. En la mitad de la plaza, estaba la pileta -esa a la que todos aclaman por su milagroso líquido- el sonido del agua que caía con alegría me hacía pensar, que el único milagro que hay en ese lugar es la paz. La brisa tibia que soplaba suavemente en mi cara, era como sentir un beso del milagro de la vida y su sabiduría. 

Corre el rumor de que en este lugar, todos viven muchos años por su milagrosa agua; el Valle de la Longevidad, lo llaman, yo lo llamaría el Valle de la Tranquilidad. Acostumbrada al movimiento, al ruido, al apuro y a la falta de tiempo; este pueblo inmóvil y sin relojes, donde las escenas corren en cámara lenta -sin música o efectos de fondo- contrastaban intensamente con mi vida. Y aunque me tomó un rato entender este espacio, sentada en esa banca, sonreí; era un espacio de silencio y paz. Tal vez algo que no había sentido en mucho tiempo.
Mi mirada, inevitablemente encontró la suya; Agustín se acercó a mi banca y su incondicional amigo rozó su cabeza con mi pierna. Era como conversar con un amigo -de esos de siempre- hablamos de Isabel Allende; recitó sus poemas favoritos y cantó  las canciones de Julio Jaramillo, quien además, me aseguraba era su primo. Ya no podía trabajar en su propiedad por sus avanzados años, pero como los árboles de naranja producían sin ayuda en este valle bondadoso, éstos, ahora lo mantenían. El trueque lo hacía con sus amigos, cambiaba naranjas por todo lo que necesitaba. 

Su perro, en ocasiones se quedaba conmigo en lugar de acompañar a Agustín a sus negociaciones; me acompañaba mientras leía o escribía. Me da nostalgia pensar que no recuerdo su nombre, pero el recuerdo de su dulzura me basta.  En esa banca del parque, Agustín, con lágrimas en sus ojos me contaba sus historias de amores truncados; resentimientos que ya no recordaban su por qué y relaciones que jamás volverán. Estar solo es lo peor que le puede pasar a alguien -eso repetía con frecuencia.
            “Si tuviera una hija, me gustaría que sea como Ud.

Cuando un extraño con quien no se tiene nada en común te dice algo así, el alma se te llena; toca tu sensibilidad, en lo más profundo.  Agustín y yo sentados en la plaza llorando, acompañados de su noble amigo como testigo.
Visité su casa, junto a mi compañero de viaje; le llevamos unas galletas y un poco de leche. Agustín y su perro estaban muy emocionados por tener visitantes y nosotros estábamos conmovidos por su generosidad y amabilidad -a pesar de su pobreza. No sé si dejó que le tomáramos una foto, pero sí recuerdo que nos regaló una que él tenía pegada en su pared. La encontré recién y me hizo recordar esta historia.
  

Ya en la noche, acostados boca arriba, con la mitad de nuestros cuerpos dentro de la carpa y la otra fuera para poder ver el mágico cielo con millares de estrellas; tan cercanas, que parecía que las podíamos tocar. La conversación giraba alrededor de las experiencias de ese día: de Agustín, de su sencilla vida y su sabiduría; a veces también nos interrumpía el silencio, para poder apreciar mejor la caída de una estrella fugaz o para escuchar mejor nuestros propios pensamientos. No podía evitar pensar en nuestra partida a la mañana siguiente; la despedida de Agustín y su perro –iba a ser difícil, lo sabía-. Si en realidad fuera su hija no podría dejarlo ahí. La soledad es lo peor que le puede pasar a alguien: esa frase resonaba en mi cabeza. 

Un hombre tan sencillo, alegre y generoso con noventa y seis años de soledades, silencios y arrepentimientos.    

Él me aseguraba que no era el agua ni nada en el aire, lo que hacía que la gente viviera tantos años en ese lugar, sino un traguito de aguardiente todas las noches y un cigarrillo con los amigos; a pesar de todo, siempre trataba de sonreír a su realidad y encontrar paz en su vida.
Aún así, yo sólo podía pensar, que aunque Agustín vivía -en lo que yo describiría- como un paraíso, su vida había sido triste y solitaria. Qué importa vivir treinta o cien años si no tienes una mano que te acompañe y un alma que despierte tu corazón.  Tantos años para recién darse cuenta que la vida no vale la pena, si no se tiene una pareja o una familia que sostenga tu vida con su amor.

Agobiada por su historia, no pude dejar de hablar durante todo el camino de regreso: de Agustín y su perro en el Valle de Su Soledad. Estoy segura, que aunque me escuchaba con atención, mi amigo no terminaba de entender mi tristeza.  Asumí la realidad, de que llevarlo a Quito no era una opción.

La verdad es que no había pensado en esta historia en mucho tiempo –casi ocho años creo- Es extraño las cosas que recordaba de esta experiencia, detalles y palabras que pensé olvidadas.  Y aunque no pude parar las lágrimas mientras escribía, tampoco pude dejar de sentirme inmensamente bendecida por el cariño con el que vivo rodeada: el de mi familia y amigos. 

Estoy segura que tengo y tendré muchos arrepentimientos y frustraciones en la vida, pero sólo espero que mi vejez me encuentre acompañada, o por lo menos alimentada con cálidos y felices recuerdos.  

martes, 13 de diciembre de 2011

Paris - Give & Take


Bajo la Torre Eiffel

Con un poco de nostalgia me despedí; le dije que la extrañaría y ella, aunque con un poco de indiferencia, me dijo ‘nos volveremos a ver’.  
Yo sé que algún día nos volveremos a ver, Paris.
Era una mañana de primavera, el reloj en ese día, decide todos los años avanzar una hora. Eso significaba -cuando llamaron por teléfono a nuestra habitación del hotel ¡que estábamos tarde para el check out! 
A ninguno de nosotros se nos ocurrió pensar en esto…
Salimos del hotel un poco desaliñados y con nuestras maletas hechas al apuro; tomamos el metro hacia el centro donde mi amigo Ben nos esperaba para recorrer Paris.  Era una mañana fría y aunque en la tele decía que iba a llover, tuvimos un cielo despejado.  Los árboles de la ciudad se veían tristes, algunos desnudos y grises; otros parecían ya sin vida. Éramos cinco, mi hermana menor, su novio, una amiga de ellos del colegio; Ben -a quien había conocido en Quito cuando visitaba América Latina con su papá- y yo.  

Mientras evitábamos pisar los charcos, de la lluvia de días anteriores, todos conversábamos y nos reíamos animadamente. Los temas eran variados; uno de ellos era la historia de mis papis cuando visitaron Paris; eso, conectado con las fotos de sus viajes solo nos hizo reír a mi hermana y a mí. Ellos viajaban en tours con todo planificado, parecían modelos de revista; con la mejor ropa y gafas, super hiper modernos.  Nos reímos porque nosotros parecíamos pordioseras a comparación, un tanto despeinadas –no puedo decir sucias, pero como no nos habíamos bañado o cambiado la ropa del día anterior, así nos sentíamos- 
No teníamos plan. Dos días antes, salimos en un auto rentado desde Alemania -donde mi hermana vive- reservamos un hotel por internet; hablé con Ben para coordinar nuestro encuentro; hicimos sánduches para el camino y salimos para Paris. Decidimos recorrer las carreteras rurales, primero para evitar pagar un montón de euros en los peajes y después para poder conocer más del paisaje.  Recorrimos pueblitos en Alemania y Bélgica antes de llegar a Francia.  Después de repetir varias veces los pocos cd’s que llevábamos; al llegar a Paris encendimos la radio y escuchamos una canción -que poco después se convirtió en la bandera de nuestro viaje- por la frecuencia con que la escuchamos, durante ese fin de semana:
I'm a new soul
I came to this strange world
Hoping I could learn a bit 'bout how to give and take

Estábamos en la parte moderna de la ciudad, muchos altos edificios, autos y muchas luces. Nos perdimos varias veces en esta coqueta ciudad -un poco difícil de entender- hasta que finalmente después de muchas vueltas, llegamos a la estación de metro donde nos encontraríamos con Ben, a quien no había visto en un año. 
Nuestra primera caminata por el romántico Paris, fue en la noche -hacía mucho frio- pero eso no impidió que disfrutemos cada paso y veamos maravillados los muchos e increíbles edificios de esta ciudad.  Llegamos a la Île de la Cité, donde se dice que se asentó por primera vez la tribu celta Parisii; mientras tanto Julio Cesar luchaba con un famoso líder galo para adueñarse de la ciudad. Se sentía increíble pisar por estas angostas y empedradas calles, donde tanta historia había sucedido: todos los edificios y casas parecían importantes o que guardaban algún misterio indescifrable.  

Caminamos por el puente nuevo hasta una plaza donde probamos nuestro primer crepe de azúcar. El dueño del lugar fascinado con nosotros, quiso probar su español- nadie se atrevió a decirle que lo que había dicho no tenía sentido; solo le sonreímos y agradecimos por la crepe.
Al día siguiente -después de lo sucedido en el hotel- fuimos a conocer todo lo que un visitante quiere ver en esta ciudad; la avenida más hermosa del mundo: los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, Montmartre, la Iglesia del Sagrado Corazón, la Casa de la Opera Garnier, El barrio Latino, La Alcaldia, La Iglesia de Notre Dame y claro está, la torre Eiffel en donde disfrutamos un show espontaneo de‘Tecktonic’. Una batalla de grupos, todos vestidos con colores neon y peinados super locos. Nuestra idea de lo fachosos que estábamos ese día, cambió un poco aunque, cuando buscaba buenas fotos para esta entrada se podrán imaginar lo poco que encontré...

En la noche, agotados fuimos a la casa de Ben la que está ubicada en el centro de la ciudad –en una calle peatonal. Por un segundo me sentí como si estuviera en algún cuento de la literatura romántica francesa: la calle siempre invadida de gente, muchas tiendas especializadas; la panadería, quesería, charcutería y verdulería. Esa noche nuestro hospitalario guía nos preparó la cena; probamos deliciosos vinos y quesos, jamones y aceitunas. Mi boca y estomago estaban felices y satisfechos. 

A la mañana siguiente nos sorprendió una aburrida e inmutable llovizna,  la que nos obligó a buscar refugio y que mejor, hacerlo en el museo del Louvre.  En realidad recorrimos muy poco en las muchas horas que estuvimos ahí; había tanto que ver y tanto que aprender. 
No quería regresar; quería pasar más tiempo en sus calles, en su arquitectura, en su historia, en sus sabores, en su idioma y en su gente, pero tuvimos que despedirnos. 
Regresamos a Alemania con mucho más de lo que habíamos esperado. 
Cuando Ben y su padre llegaron al Ecuador -por recomendación de unos amigos en común con mis papis- yo recorrí Quito con ellos y les mostré sus alrededores encantada. Nunca pensé en realidad, que el favor se me iba a devolver. 
Mi alma se sintió renovada después de esta experiencia –como dice la canción- a pesar de que a veces este mundo puede parecer un lugar extraño, la gente con su amabilidad, te puede sorprender.
Algún día te volveré a ver Paris –en un día de sol tal vez.

New Soul – Yael Naim