El
trueque lo hacía con naranjas; cruzaba el parque más de una vez llevando muchas
de ellas para intercambiarlas por leche o pan.
Agustín Jaramillo y su perro caminaban despacio bajo el persistente sol,
pero nunca con un signo de cansancio o malhumor, al contrario, este hombre de
96 años caminaba con una iluminada sonrisa y acariciaba con dulzura a su noble
compañero de vida.
Estaba sentada
en una banca -distraída por su ir y venir- rodeada de verdes árboles; una iglesia antigua
y montañas cortadas con cuchillos, tratando de leer la triste historia de
'Paula' de Allende. En la mitad de la plaza, estaba la pileta -esa a la que todos
aclaman por su milagroso líquido- el sonido del agua que caía con alegría me
hacía pensar, que el único milagro que hay en ese lugar es la paz. La brisa
tibia que soplaba suavemente en mi cara, era como sentir un beso del milagro de
la vida y su sabiduría.
Corre
el rumor de que en este lugar, todos viven muchos años por su milagrosa agua;
el Valle de la Longevidad, lo llaman, yo lo llamaría el Valle de la
Tranquilidad. Acostumbrada al movimiento, al ruido, al apuro y a la falta de
tiempo; este pueblo inmóvil y sin relojes, donde las escenas corren en cámara
lenta -sin música o efectos de fondo- contrastaban intensamente con mi vida. Y
aunque me tomó un rato entender este espacio, sentada en esa banca, sonreí; era
un espacio de silencio y paz. Tal vez algo que no había sentido en mucho
tiempo.
Mi
mirada, inevitablemente encontró la suya; Agustín se acercó a mi banca y su incondicional
amigo rozó su cabeza con mi pierna. Era como conversar con un amigo -de esos de
siempre- hablamos de Isabel Allende; recitó sus poemas favoritos y cantó las canciones de Julio Jaramillo, quien además, me aseguraba era su primo. Ya no podía trabajar en
su propiedad por sus avanzados años, pero como los árboles de naranja producían
sin ayuda en este valle bondadoso, éstos, ahora lo mantenían. El trueque lo
hacía con sus amigos, cambiaba naranjas por todo lo que necesitaba.
Su
perro, en ocasiones se quedaba conmigo en lugar de acompañar a Agustín a sus
negociaciones; me acompañaba mientras leía o escribía. Me da nostalgia pensar
que no recuerdo su nombre, pero el recuerdo de su dulzura me basta. En esa banca del parque, Agustín, con
lágrimas en sus ojos me contaba sus historias de amores truncados;
resentimientos que ya no recordaban su por qué y relaciones que jamás volverán.
Estar solo es lo peor que le puede pasar a alguien -eso repetía con frecuencia.
“Si
tuviera una hija, me gustaría que sea como Ud. “
Cuando
un extraño con quien no se tiene nada en común te dice algo así, el alma se te
llena; toca tu sensibilidad, en lo más profundo. Agustín y yo sentados en la plaza llorando, acompañados
de su noble amigo como testigo.
Visité
su casa, junto a mi compañero de viaje; le llevamos unas galletas y un poco de leche.
Agustín y su perro estaban muy emocionados por tener visitantes y nosotros estábamos
conmovidos por su generosidad y amabilidad -a pesar de su pobreza. No sé si
dejó que le tomáramos una foto, pero sí recuerdo que nos regaló una que él tenía
pegada en su pared. La encontré recién y me hizo recordar esta historia.
Ya
en la noche, acostados boca arriba, con la mitad de nuestros cuerpos dentro de
la carpa y la otra fuera para poder ver el mágico cielo con millares de
estrellas; tan cercanas, que parecía que las podíamos tocar. La conversación
giraba alrededor de las experiencias de ese día: de Agustín, de su sencilla
vida y su sabiduría; a veces también nos interrumpía el silencio, para poder
apreciar mejor la caída de una estrella fugaz o para escuchar mejor nuestros propios
pensamientos. No podía evitar pensar en nuestra partida a la mañana siguiente;
la despedida de Agustín y su perro –iba a ser difícil, lo sabía-. Si en
realidad fuera su hija no podría dejarlo ahí. La soledad es lo peor que le
puede pasar a alguien: esa frase resonaba en mi cabeza.
Un
hombre tan sencillo, alegre y generoso con noventa y seis años de soledades,
silencios y arrepentimientos.
Él
me aseguraba que no era el agua ni nada en el aire, lo que hacía que la gente
viviera tantos años en ese lugar, sino un traguito de aguardiente todas las
noches y un cigarrillo con los amigos; a pesar de todo, siempre trataba de
sonreír a su realidad y encontrar paz en su vida.
Aún
así, yo sólo podía pensar, que aunque Agustín vivía -en lo que yo
describiría- como un paraíso, su vida había sido triste y solitaria. Qué
importa vivir treinta o cien años si no tienes una mano que te acompañe y un
alma que despierte tu corazón. Tantos
años para recién darse cuenta que la vida no vale la pena, si no se tiene una
pareja o una familia que sostenga tu vida con su amor.
Agobiada
por su historia, no pude dejar de hablar durante todo el camino de regreso: de Agustín
y su perro en el Valle de Su Soledad.
Estoy segura, que aunque me escuchaba con atención, mi amigo no terminaba
de entender mi tristeza. Asumí la
realidad, de que llevarlo a Quito no era una opción.
La
verdad es que no había pensado en esta historia en mucho tiempo –casi ocho años
creo- Es extraño las cosas que recordaba de esta experiencia, detalles y
palabras que pensé olvidadas. Y aunque
no pude parar las lágrimas mientras escribía, tampoco pude dejar de sentirme
inmensamente bendecida por el cariño con el que vivo rodeada: el de mi familia
y amigos.
Estoy
segura que tengo y tendré muchos arrepentimientos y frustraciones en la vida,
pero sólo espero que mi vejez me encuentre acompañada, o por lo menos
alimentada con cálidos y felices recuerdos.
6 comentarios:
Me encantan este tipo de historias. Me gusta como escribes, adelante Andrea!
Esteban Prado.
Gracias Esteban!! Que chevere que te haya gustado.
Que buena, super conmovedora!!!!!!! Mas Felicitaciones!!!!!!!!!! :)
Linda manera de escribir esta experiencia, que en la descripción de sencillez de una vida aparentemente monótona se adentra a lo que hay en el corazón de una persona y sus historias, felicitaciones!
Gracias Jose!
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