Parecía como si
me hubiera equivocado de escenario. El viento helado que silbaba suavemente en
mis oídos -ese que penetra hasta los huesos y debilita los pasos- el largo pasto
sobre las colinas y los venados, no concordaban con el resto del paisaje: cielo
azul, amplia playa con arena blanca, parasoles a rayas azul y blancas y grandes
faros de color ladrillo en la distancia.
Me acostumbré a que el viento golpeara mi cara como miles de agujas; mis pies no paraban de pedalear y la rapidez con la que mi bicicleta avanzaba me hacía recordar cuando en mi infancia, salía con mi hermana mayor a pasear con las bicis. No volábamos, pero así se sentía.
Estábamos en el Parque Nacional de Wattenmeer -Mar del Norte- en la isla de Norderney. De vez en cuando, cerraba mis ojos e imaginaba que era una de las gaviotas que volaban sobre ese mar azul de blancas arenas y me dejaba llevar.
Fer, Andre, Sven y yo habíamos salido el día anterior desde Bremen, donde no sólo pude conocer a los originales -y a otros nuevos y más creativos- músicos de Bremen; así como probar el famoso chocolate con mazapán, ¡delicioso! (Hachez). En fin, viajamos por la carretera hacia el norte, donde el paisaje después de varias horas de recorrerlo se vuelve increíblemente aburrido: planicies verdes; otras amarillas con trigo y eventualmente (con suerte) alguna casa. Nunca había dormido tanto en un viaje en auto, desde que era niña, tal vez.
En la noche llegamos hasta el pueblo de Norden, donde buscamos un lugar para descansar. La casa era de una señora mayor que rentaba un par de habitaciones a los turistas, que al igual que nosotros, esperan el ferri de la mañana para cruzar a la isla de Norderney. Con la luz del sol, pudimos apreciar mejor el paisaje de esa zona: grandes casas, con techos de color café que casi tocaban el suelo y que parecían hechos de lana; largo pasto -inclinado hacia donde soplara el viento- y el mar de fondo.
Después de un buen
desayuno, tomamos el ferri hacia la isla, donde por suerte pudimos conseguir un
hostal (era temporada alta). Había mucha gente en las calles, mesas con
parasoles y almacenes para que los turistas adquieran recuerdos de la isla. En
las calles se puede ver muchas bicicletas; al parecer, el uso de los autos era
restringido en la isla (era mi mundo ideal). Las calles parecían un set de
película, todo tan perfecto y limpio, casi irreal.
Así como los esquimales tienen varias palabras para describir los diferentes estados de la nieve, la gente de las islas del norte tiene muchas palabras para describir los diferentes tipos de vientos que soplan ahí. Llegamos a la parte más alta de la colina, donde estaba el gran faro y un molino enorme; ahí el viento soplaba tan fuerte que parecía que nuestras bicicletas se levantaban del piso. Como siempre, yo, fascinada por las palabras; pasé mucho tiempo tratando de entender y sentir la diferencia del viento al tocar mi piel. Creo que diferencié a dos: uno fuerte y otro que no lo era tanto…
Norderney significa la ‘nueva isla del norte’, antes del siglo XVI esta isla no existía; o más bien dicho existía, pero en otro lugar y con otra forma. Las fuertes corrientes marinas la hicieron desaparecer un día y nuevamente la volvieron a crear. Sonaba como un milagro, esta historia que Sven me contaba. Dicen que hay una época del año -a cierta hora- en la que el agua del mar baja tanto, que puedes caminar hasta llegar a las islas vecinas de Baltrum y Juist -la sola idea de que el mar podría regresar mientras se estuviera caminando, me aterraba. A la vez que me fascinaba el pensar que algo tan inmenso, como ese mar o como esta isla, de repente pudieran desaparecer.
La fina arena,
blanca y fría, se sentía como pisar sobre la nieve; era realmente una sensación
extraña: descalzas y cubiertas con cuanta ropa teníamos, mi hermana y yo
conversábamos y nos reíamos mientras los chicos intentaban meterse al mar. Refugiadas
en estos parasoles azul y blanco, tratábamos de protegernos de los vientos
helados (los fuertes y los que no lo eran tanto).
Después de que
una gaviota arranchara -en pleno vuelo- el único pedazo de chocolate que quedaba
en mi mano (además de hacernos morir de la risa) me hizo pensar en cómo las
cosas en un segundo pueden desaparecer. Supuse que siempre hay que aprovechar
cada segundo de las experiencias que ponen sonrisas en nuestras caras. Este
segundo era uno de ellos.
El escenario seguía
siendo discordante: playa, mar, amigos, cervezas, luces, largo césped y conejos
que corrían rápidamente para evitar nuestra presencia. Es refrescante saber que
existen lugares en este mundo, tan especiales y tan diferentes a lo que siempre
he estado acostumbrada ver.
Creo que por eso,
no me cansa la idea de empacar y volar; de sentir como el viento me lleva hacia
espacios no imaginados. De aprender nuevas palabras, sensaciones y costumbres.
No me canso de caminar y conocer sitios nuevos. No me canso de conversar con la
gente que encuentro en estos lugares y conectarme con sus historias, su música y
su comida.
Cuando esto sucede,
mi privado mundo desaparece –al igual que el gran mar del norte- y me hace
aterrizar en mundos vecinos. Al regresar, mi mundo siempre parece más grande que antes.
Sin embargo, reconforta
saber que el mar siempre regresa a su lugar; me gusta regresar a casa donde
todo es familiar y cómodo -donde todo concuerda- Me gusta saber que en casa, nada cambia (yo sí un poco, tal vez), pero mi gente sigue
siendo mi gente y mi lengua permanece igual.
No hay nada mejor,
después de un vuelo de libertad, que volver a donde tus pies se enraízan en segundos;
donde tu corazón se ata a los demás sin pensar… eso, hasta que tus pies deciden
que es tiempo de volver a pedalear tan fuerte, que el viento toque tus alas y te lleve hasta otros escenarios, esos que concuerdan y a los que no también.
Norderney
Esta canción me hizo reir, pero el video está bien.