El otro día en sueños, me puse a escribir y las
historias que escribía eran muy chistosas y tenían mucho ingenio. Así que
cuando me desperté, me dije ‘hoy tengo que escribir’. Después
de escribir y escribir y borrar y borrar, nada de lo que he escrito ha sido muy chistoso o
ingenioso hasta ahora…
En todo caso, ya que estoy por aquí, les contaré
sobre los reencuentros que he tenido con lugares en mi Ecuador. Creo que lo más lindo de estos recorridos, ha
sido la compañía; el encontrar alguien con mi mismo espíritu y ganas de
conocer; ¡algo así como tener un cómplice de viajes! Esto ha hecho mucho más felices mis
experiencias.
No hace mucho, viajamos a Tulcán, o ‘bajamos a
la tierra’ como la gente de allá dice. Ahí, no sólo recuerdos de la infancia regresaron a
mi memoria, sino también muchas expectativas de cómo Tulcán y sus alrededores
habrían cambiado y qué seguiría igual. Pero, como siempre, al final me di
cuenta que muchas cosas que creía ciertas, eran solo parte de mi imaginación… La propaganda que le había hecho a mi esposo
es que teníamos que llevar ropa súper calientita porque siempre hacia mucho frio,
pero creo que sólo una noche tuvimos que ponernos la chompa, porque en general
tuvimos muy buen clima. Asi que más de una burla recibí por mis consejos.
Llegamos mucho más tarde de lo que habíamos
pensado, porque estaban arreglando la carretera y había mucho tráfico. En
esas largas esperas, parece que los recuerdos de la infancia se hicieran más
reales, recordaba muchas historias de cuando viajábamos por esos caminos a
Ibarra a ver a los primos, o al Chota para ir al Oasis a los toboganes, o a
Mira para visitar a mi abuelita, o a Tulcán de regreso a la casa.
Mis recuerdos no siempre eran silenciosos
muchas veces venían con mucha emoción, canciones o palabras, otros venían conectados
con olores y lugares, pero lo que más me impresionaba era que a pesar de los
años, esos recuerdos parecían tan reales y cercanos.
Mientras avanzábamos, podíamos ver como las
montañas ásperas y secas, con paisajes hasta un poco grises empezaron a cambiar
por unas montañas coquetas, como hechas de retazos de muchos colores. Las calles tranquilas, carretas, vacas,
chanchos, gallinas, las casas de teja, pintadas a dos colores acompañaban
nuestro paso. Era chistoso ver como la
casa donde comprábamos el famoso queso de la zona seguía igual; los carros
parecían detenidos en el tiempo al igual que mucha de la gente que encontramos
en el camino.
Al llegar a Tulcán, no pude evitar el sentirme
un poco triste, no me acordaba muchas de las calles o direcciones y mis
recuerdos eran como una nube, algo borrosos y lejanos. Me di cuenta que pocas
cosas de mi infancia involucraban esas calles o mucha de la gente ahí; en realidad,
mi infancia pasaba en el edificio donde vivía – que llegada cierta hora del
día, cuando todos los trabajadores se iban, ese edificio se volvía mi parque de
diversiones. Jugaba con mis hermanos y primos en las gradas, haciendo carreras,
visitando el cuarto de cámaras, el salón de juegos, el gimnasio, las muchas
oficinas del banco donde vivíamos y además, millones de otros recovecos que
siempre se convertían en lugares misteriosos e intrigantes, dignos de investigar…
Todas las mañanas caminaba a la escuela con mi
hermana, riéndonos y a veces hasta desobedeciendo a mi mami, ¡comprando dulces
y pastelitos en la tienda! Pero ahora después de tantos años, ni siquiera pude
recordar cómo llegar a mi escuela.
Muchas de las casas antiguas y calles habían cambiado completamente; el
espíritu de esta ciudad como yo la tenía en mi mente había cambiado. La
modernidad, que en muchos de los casos atenta con la estética, había inundado
tristemente mi pasado.
El hotel al que llegamos me recordó a nuestros
domingos, ese era el único restaurante que normalmente estaba abierto los
domingos -eso al parecer no ha cambiado mucho con los años. Nos sorprendió el estilo y lo bonita que era
nuestra habitación, eso nos hizo sentir muy cómodos y como en casa… el tamaño
de la habitación ¡era igual a la suite en la algún día viví en Quito!
Me fue muy fácil recordar el camino a la casa
de mis abuelitos, pero sentí un vacío enorme al ver como la habían cambiado y
me dio mucha nostalgia de lo que ese lugar un día fue: jardines llenos de flores, árboles de ciprés en forma de túnel, gallinas y una casa enorme que tenía algo
así como unas cuevas muy oscuras, las que usaban como bodega y las que mis
hermanos y primos usábamos para probar nuestra valentía y espíritu de
aventura. Estoy segura que más de una
vez salimos corriendo de ahí, asustados por algo que pensamos haber oído o
visto.
Avanzamos hasta la frontera con Colombia, y
aunque la distancia es corta, el tráfico hizo que la llegada dure eternidades.
Vimos que todo ese tráfico se dirigía hacia la iglesia de Las Lajas, la que yo
recordaba como algo salido de las películas del Señor de los Anillos, pero como no
logramos encontrar un lugar seguro para estacionar, y después de ver el rio de
gente que caminaba hacia el lugar, decidimos que esa era una visita para otra
ocasión.
Continuamos nuestro recorrido hasta Pasto por
unos caminitos culebreros, rodeados de montañas verdes decoradas por plantas
colgantes y coquetas flores. Eso alegró nuestro paseo, pero cada que vez que
girábamos en esas curvas, no sabíamos qué nos íbamos a encontrar: autos
detenidos en el tiempo, viajando casi a velocidades nulas; camiones que se
movían en cámara lenta pero que al mismo tiempo querían rebasar a otros y
motos, ¡muchas motos! En fin, llegamos a Pasto y mi esposo y yo no teníamos
ninguna idea o plan de lo que podíamos ver ahí – cosa muy ajena a nuestra
manera de viajar. Así que recorrimos la
ciudad pero, sin encontrar nada muy especial que ver, nos tomamos un café por
ahí, hicimos algunas compras y decidimos regresar. Durante nuestro viaje de ida y regreso de
Pasto vimos extrañados como militares hacían guardia en las carreteras y nos
daban el visto bueno al pasar. De vez en cuando les sonreíamos y les saludábamos
de vuelta -sus caras nos miraban con seriedad, casi enojo, así que asumimos que tal vez ¡ese
no era el protocolo de esa carretera!
Nuestro último día en Tulcán nos despidió con
lluvia, lo que hizo que el tour por el famoso cementerio de la ciudad sea una
visita rápida y corta. Aunque corta, esa visita trajo a mi memoria - lo que yo
pensaba era un paseo- los velorios a los que mi mami me llevaba y lo divertido
que era jugar o ‘perderse’ en ese mundo mágico de formas y animales gigantescos
hechos de ciprés.
En nuestro camino de regreso hicimos dos
paradas: El Ángel y Mira, donde pasé muchas vacaciones y fines de semanas en mi
infancia. Pero al ver el campo casi sin césped y casi sin árboles, me hizo
pensar que estaba en otro lugar. Mira era sinónimo de aventura y libertad; de trepar
árboles, cosechar aguacates con mi papi, de asolearnos con mi mami en la
terraza, de las meriendas con mi abuelita, de pasear con mis hermanos y ‘desaparecer’
en la naturaleza sin que nadie se preocupe de donde estábamos. Ahora casi solo
quedan mis memorias del lugar.
Cuando llegamos al bosque de polylepys en el Ángel
sentimos como si nos hubiéramos transportado a algún cuento de los hermanos
Grimm, rodeados de árboles anaranjados hechos de miles de capas, riachuelos,
plantas extrañas para nosotros y muchas historias de duendes y encantamientos
por parte de nuestro guía. En cualquier momento esperábamos encontrarnos con
algún personaje extraño salido de alguna historia fantástica.
Y aunque mi tierra ahora es casi un lugar extraño
para mí, disfruté cada recuerdo y cada imagen que venía a mi cabeza. Siempre es
bueno ‘bajar’ a donde uno nació y compartir con alguien especial lugares que
fueron parte de nuestras historias.