viernes, 12 de septiembre de 2014

Bajando a la tierra



El otro día en sueños, me puse a escribir y las historias que escribía eran muy chistosas y tenían mucho ingenio. Así que cuando me desperté, me dije ‘hoy tengo que escribir’. Después de escribir y escribir y borrar y borrar, nada de lo que he escrito ha sido muy chistoso o ingenioso hasta ahora…
En todo caso, ya que estoy por aquí, les contaré sobre los reencuentros que he tenido con lugares en mi Ecuador.  Creo que lo más lindo de estos recorridos, ha sido la compañía; el encontrar alguien con mi mismo espíritu y ganas de conocer; ¡algo así como tener un cómplice de viajes! Esto ha hecho mucho más felices mis experiencias.
No hace mucho, viajamos a Tulcán, o ‘bajamos a la tierra’ como la gente de allá dice. Ahí,  no sólo recuerdos de la infancia regresaron a mi memoria, sino también muchas expectativas de cómo Tulcán y sus alrededores habrían cambiado y qué seguiría igual. Pero, como siempre, al final me di cuenta que muchas cosas que creía ciertas, eran solo parte de mi imaginación…  La propaganda que le había hecho a mi esposo es que teníamos que llevar ropa súper calientita porque siempre hacia mucho frio, pero creo que sólo una noche tuvimos que ponernos la chompa, porque en general tuvimos muy buen clima. Asi que más de una burla recibí por mis consejos.

Llegamos mucho más tarde de lo que habíamos pensado, porque estaban arreglando la carretera y había mucho tráfico. En esas largas esperas, parece que los recuerdos de la infancia se hicieran más reales, recordaba muchas historias de cuando viajábamos por esos caminos a Ibarra a ver a los primos, o al Chota para ir al Oasis a los toboganes, o a Mira para visitar a mi abuelita, o a Tulcán de regreso a la casa.
Mis recuerdos no siempre eran silenciosos muchas veces venían con mucha emoción, canciones o palabras, otros venían conectados con olores y lugares, pero lo que más me impresionaba era que a pesar de los años, esos recuerdos parecían tan reales y cercanos.
Mientras avanzábamos, podíamos ver como las montañas ásperas y secas, con paisajes hasta un poco grises empezaron a cambiar por unas montañas coquetas, como hechas de retazos de muchos colores.  Las calles tranquilas, carretas, vacas, chanchos, gallinas, las casas de teja, pintadas a dos colores acompañaban nuestro paso.  Era chistoso ver como la casa donde comprábamos el famoso queso de la zona seguía igual; los carros parecían detenidos en el tiempo al igual que mucha de la gente que encontramos en el camino.
Al llegar a Tulcán, no pude evitar el sentirme un poco triste, no me acordaba muchas de las calles o direcciones y mis recuerdos eran como una nube, algo borrosos y lejanos. Me di cuenta que pocas cosas de mi infancia involucraban esas calles o mucha de la gente ahí; en realidad, mi infancia pasaba en el edificio donde vivía – que llegada cierta hora del día, cuando todos los trabajadores se iban, ese edificio se volvía mi parque de diversiones. Jugaba con mis hermanos y primos en las gradas, haciendo carreras, visitando el cuarto de cámaras, el salón de juegos, el gimnasio, las muchas oficinas del banco donde vivíamos y además, millones de otros recovecos que siempre se convertían en lugares misteriosos e intrigantes,  dignos de investigar…
Todas las mañanas caminaba a la escuela con mi hermana, riéndonos y a veces hasta desobedeciendo a mi mami, ¡comprando dulces y pastelitos en la tienda! Pero ahora después de tantos años, ni siquiera pude recordar cómo llegar a mi escuela.  Muchas de las casas antiguas y calles habían cambiado completamente; el espíritu de esta ciudad como yo la tenía en mi mente había cambiado. La modernidad, que en muchos de los casos atenta con la estética, había inundado tristemente mi pasado.
El hotel al que llegamos me recordó a nuestros domingos, ese era el único restaurante que normalmente estaba abierto los domingos -eso al parecer no ha cambiado mucho con los años.  Nos sorprendió el estilo y lo bonita que era nuestra habitación, eso nos hizo sentir muy cómodos y como en casa… el tamaño de la habitación ¡era igual a la suite en la algún día viví en Quito!
Me fue muy fácil recordar el camino a la casa de mis abuelitos, pero sentí un vacío enorme al ver como la habían cambiado y me dio mucha nostalgia de lo que ese lugar un día fue: jardines llenos de flores, árboles de ciprés en forma de túnel, gallinas y una casa enorme que tenía algo así como unas cuevas muy oscuras, las que usaban como bodega y las que mis hermanos y primos usábamos para probar nuestra valentía y espíritu de aventura.  Estoy segura que más de una vez salimos corriendo de ahí, asustados por algo que pensamos haber oído o visto.
Avanzamos hasta la frontera con Colombia, y aunque la distancia es corta, el tráfico hizo que la llegada dure eternidades. Vimos que todo ese tráfico se dirigía hacia la iglesia de Las Lajas, la que yo recordaba como algo salido de las películas del Señor de los Anillos, pero como no logramos encontrar un lugar seguro para estacionar, y después de ver el rio de gente que caminaba hacia el lugar, decidimos que esa era una visita para otra ocasión.


Continuamos nuestro recorrido hasta Pasto por unos caminitos culebreros, rodeados de montañas verdes decoradas por plantas colgantes y coquetas flores. Eso alegró nuestro paseo, pero cada que vez que girábamos en esas curvas, no sabíamos qué nos íbamos a encontrar: autos detenidos en el tiempo, viajando casi a velocidades nulas; camiones que se movían en cámara lenta pero que al mismo tiempo querían rebasar a otros y motos, ¡muchas motos! En fin, llegamos a Pasto y mi esposo y yo no teníamos ninguna idea o plan de lo que podíamos ver ahí – cosa muy ajena a nuestra manera de viajar.  Así que recorrimos la ciudad pero, sin encontrar nada muy especial que ver, nos tomamos un café por ahí, hicimos algunas compras y decidimos regresar.  Durante nuestro viaje de ida y regreso de Pasto vimos extrañados como militares hacían guardia en las carreteras y nos daban el visto bueno al pasar. De vez en cuando les sonreíamos y les saludábamos de vuelta -sus caras nos miraban con seriedad, casi enojo, así que asumimos que tal vez ¡ese no era el protocolo de esa carretera!
Nuestro último día en Tulcán nos despidió con lluvia, lo que hizo que el tour por el famoso cementerio de la ciudad sea una visita rápida y corta. Aunque corta, esa visita trajo a mi memoria - lo que yo pensaba era un paseo- los velorios a los que mi mami me llevaba y lo divertido que era jugar o ‘perderse’ en ese mundo mágico de formas y animales gigantescos hechos de ciprés.
En nuestro camino de regreso hicimos dos paradas: El Ángel y Mira, donde pasé muchas vacaciones y fines de semanas en mi infancia. Pero al ver el campo casi sin césped y casi sin árboles, me hizo pensar que estaba en otro lugar. Mira era sinónimo de aventura y libertad; de trepar árboles, cosechar aguacates con mi papi, de asolearnos con mi mami en la terraza, de las meriendas con mi abuelita, de pasear con mis hermanos y ‘desaparecer’ en la naturaleza sin que nadie se preocupe de donde estábamos. Ahora casi solo quedan mis memorias del lugar.
Cuando llegamos al bosque de polylepys en el Ángel sentimos como si nos hubiéramos transportado a algún cuento de los hermanos Grimm, rodeados de árboles anaranjados hechos de miles de capas, riachuelos, plantas extrañas para nosotros y muchas historias de duendes y encantamientos por parte de nuestro guía. En cualquier momento esperábamos encontrarnos con algún personaje extraño salido de alguna historia fantástica.
 

 










Y aunque mi tierra ahora es casi un lugar extraño para mí, disfruté cada recuerdo y cada imagen que venía a mi cabeza. Siempre es bueno ‘bajar’ a donde uno nació y compartir con alguien especial lugares que fueron parte de nuestras historias.